Sobre la muerte y el dolor aunque seas rey, en ‘La muerte de Louis XIV’ de Albert Serra

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Reconozco que a día de hoy sólo conocía a Albert Serra como personaje controvertido y políticamente incorrecto, pero no había visto ninguna de sus películas. Mal, porque ahora que he podido ver La muerte de Louis XIV, quiero ver el resto de su filmografía ya. Algo dentro de mí me decía (y mi intuición no suele fallar en estos casos) que las películas que hiciera un tipo como él, que es más personaje que persona, me gustarían, y así ha sido. No es cine comercial, no es cine convencional, es salirse de la norma para arriesgar, explorar y descubrir otras perspectivas en la gran pantalla.

En su último trabajo, Serra nos convierte en testigos de la muerte lenta y dolorosa del rey Sol, desmitificando el mito y convirtiéndolo en un hombre a quien la ciencia y la medicina de la época no consiguen curar. En ocasiones, las discusiones entre los médicos de París y un curandero charlatán para decidir qué tratamiento sería el mejor o de dónde viene la enfermedad parecen un complot para dejar morir al rey, pero solo es el retrato del recién llegado racionalismo y el debate médico para tratar a los pacientes desde la razón. El tiempo que necesitan para administrar una cura al rey es el que el monarca no tiene, y vemos cómo va muriendo minuto a minuto delante de su corte impotente sin saber qué hacer. Luís XIV, interpretado por Jean-Pierre Léaud, está postrado en su cama y a su alrededor van pasando médicos, cortesanos, sirvientes, consejeros, curas y obispos como si visitaran un mono en el zoo, sólo acompañándole pero sin hacer nada para evitar su muerte.

El hermetismo de la película es total; las dos horas de metraje discurren entre las cuatro paredes de la habitación del rey en un ambiente sofocante que muestra la inexorabilidad de la muerte, no puedes escapar de ella como el espectador tampoco puede escapar de esas cuatro paredes. El ritmo es lento, lentísimo, y llega a ponernos de los nervios ver como los sirvientes del rey tardan una eternidad para llevarle un vaso de agua a un hombre que claramente se está ahogando de sed. Somos testigos del papel de la corte, que solo están a los pies de la cama para reír las gracias del rey, aplaudir los logros (como, por ejemplo, comerse un bizcochito) y llorar su muerte cuando toque; es decir, adularlo y convertirlo en mito. Pero en la cama no hay ni mito ni leyenda, solo hay un hombre decrépito agonizando, y ésta es la grandeza del filme: Serra despoja de lujo, virtud y heroicidad al monarca convirtiéndolo en una víctima más de la de la guadaña, que nos debe visitar a todos sin excepción.

El esteticismo con el que Albert Serra crea La muerte de Louis XIV es brillante y realza el preciosismo típico de la corte francesa; no en vano ganó los Gaudí a mejor vestuario y peluquería y maquillaje. La iluminación tenue de las velas, los ropajes del rey y de su cama, sus pelucones, la decoración detallista de la habitación… cada escena se convierte en un cuadro de claroscuros de Caravaggio, o en la lección de anatomía de Rembrandt, y así la película es, también, un deleite para la vista. La interpretación de Jean-Pierre Léaud completa la pintura con pequeños gestos, desplantes a sus sirvientes, y la completa decadencia de un cuerpo sin fuerzas. La escasa música del filme pone el colofón con una escena que si no duró tres minutos es que duró más. De fondo escuchamos a Mozart mientras vemos, en un plano fijo, a Luís XIV postrado en su cama, inmóvil; es como mirar un cuadro en una galería de arte, cosa que se puede trasladar a la película entera. En conjunto, un trabajo estético impecable con una reflexión sobre la inevitabilidad de la muerte, ya seas sirviente o monarca, y un retrato histórico de la Francia más absolutista y ostentosa. Y detrás de todo, Albert Serra, un tipo de estos que o amas u odias, pero que no deja indiferente a nadie.

 

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